Los griegos situaban en
las puertas del Hades ―el reino de los muertos― a un perro de tres cabezas de
nombre Cerbero. Su función consistía en impedir la entrada a los vivos y no
permitir la salida de los difuntos. El mitológico can ha servido de imagen a
los porteros de fútbol ―guardametas, guardavallas, arqueros, en el rico acervo
de nuestro universal idioma―.
Los grandes equipos
deben tener un cancerbero ―con tres cabezas― en su puerta. Una es la de la
promesa, un joven con buenas condiciones, humildad y capacidad de trabajo. Otra
debe ser la del consagrado que pone difícil las cosas al titular y que, además
de la posibilidad de jugar en cualquier momento, tiene asegurados, si está en forma,
todos los minutos en la Copa. La gran cabeza es sobre la que descansa la
seguridad de la portería en la Liga y en la Champions.
El esquema es lógico y
sencillo, pero el Madrid tiene un perro con una sola cabeza: de testa grande ―el
melón le llaman―, magnífica, intimidatoria…pero una.
Íker está entre los
mejores porteros del mundo pero…se puede lesionar, puede tener problemas que
deriven en baja forma, puede, sobre todo, sentirse demasiado seguro en su
olimpo ―él es el can Cerbero, no Zeus―. Además, Casillas tiene puntos débiles:
extraordinario bajo los palos y excelente en el uno contra uno, es débil por
alto. ¡Qué le vamos a hacer! Ningún jugador es perfecto.
Si la política del club
pasa por no incomodar al portero titular se comete un grave error. Por cada
puesto debe haber en la plantilla, por lo menos, dos jugadores que puedan
ocuparlo con garantías.
La competencia, que convirtió
a un gato en un león ―¡y no hace tanto de eso!―, ¿no habrá de mejorar el
rendimiento del gran guardián de la puerta de nuestro infierno? Apliquemos la
regla a todos.
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