Ayer, antes del partido, alguien me dijo que se alegraría de una
victoria del Atlético. No adujo otro motivo que antimadridismo —algo
que podría haberle impulsado perfectamente a animar al Bilbao—.
Respondí que yo también deseaba que la final se la llevasen los atléticos y,
para mi asombro, el comentario no condujo a réplica. En otras palabras: existe
un sentimiento de solidaridad antimadridista que a los blancos nos trae sin
cuidado ¡Y los antimadridistas lo saben! El ejemplo más acabado de esta
asimetría se observa en relación a nuestros vecinos de la ribera del
Manzanares.
No conozco madridista que se acordase de sus semejantes atléticos a la
hora de celebrar el título de liga hace una semana. Eso sí, en cuanto se
produce un triunfo rojiblanco, de manera casi inmediata el colchonero desliza
su sincero homenaje a la parroquia vikinga. Y lo más curioso es que nos da
exactamente igual. No sé si en la capital sucederá lo mismo —a menudo el
roce no hace el cariño—, pero los madridistas de provincias vivimos las
victorias del Atleti con satisfacción. No es de extrañar: un equipo que lleva
con orgullo la bandera del país suele ganarse la simpatía de sus compatriotas.
Si
me permitís el símil, los seguidores del Atlético son como un hermano segundón.
Nótese que no hablo de hermanos menores, sino de esos otros un poco envidiosos,
capaces de ver en sus congéneres a privilegiados monopolizadores del cariño
paterno. Los madridistas por el contrario, aunque los miramos altivamente
encaramados en esta gloriosa historia, celebramos sus éxitos. La razón es
simple: el Atleti no es ni será nunca amenaza para el Madrid. Sus puntuales
éxitos jamás han empañado los nuestros. Otros, en cambio, suscitan cierto temor
y, cuando echamos la vista atrás, son vistos en el lejano horizonte,
esforzándose por alcanzarnos; por ganarnos terreno. Hasta hace bien poco han
recortado distancia y ya casi no parecen irreconocibles puntitos en la
lontananza.
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