viernes, 11 de mayo de 2012

Una dosis de soberbia


Ayer, antes del partido, alguien me dijo que se alegraría de una victoria del Atlético. No adujo otro motivo que antimadridismo —algo que podría haberle impulsado perfectamente a animar al Bilbao—. Respondí que yo también deseaba que la final se la llevasen los atléticos y, para mi asombro, el comentario no condujo a réplica. En otras palabras: existe un sentimiento de solidaridad antimadridista que a los blancos nos trae sin cuidado ¡Y los antimadridistas lo saben! El ejemplo más acabado de esta asimetría se observa en relación a nuestros vecinos de la ribera del Manzanares.
No conozco madridista que se acordase de sus semejantes atléticos a la hora de celebrar el título de liga hace una semana. Eso sí, en cuanto se produce un triunfo rojiblanco, de manera casi inmediata el colchonero desliza su sincero homenaje a la parroquia vikinga. Y lo más curioso es que nos da exactamente igual. No sé si en la capital sucederá lo mismo —a menudo el roce no hace el cariño—, pero los madridistas de provincias vivimos las victorias del Atleti con satisfacción. No es de extrañar: un equipo que lleva con orgullo la bandera del país suele ganarse la simpatía de sus compatriotas.
Si me permitís el símil, los seguidores del Atlético son como un hermano segundón. Nótese que no hablo de hermanos menores, sino de esos otros un poco envidiosos, capaces de ver en sus congéneres a privilegiados monopolizadores del cariño paterno. Los madridistas por el contrario, aunque los miramos altivamente encaramados en esta gloriosa historia, celebramos sus éxitos. La razón es simple: el Atleti no es ni será nunca amenaza para el Madrid. Sus puntuales éxitos jamás han empañado los nuestros. Otros, en cambio, suscitan cierto temor y, cuando echamos la vista atrás, son vistos en el lejano horizonte, esforzándose por alcanzarnos; por ganarnos terreno. Hasta hace bien poco han recortado distancia y ya casi no parecen irreconocibles puntitos en la lontananza.

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